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jueves, 30 de septiembre de 2010

La noche

" …Hubo un tiempo en que la interacción de los dioses, demonios y humanos era muy real. Hoy, amparándonos en la ciencia, decimos que no existe Dios, ni los dioses, ni los demonios, ni los espíritus… Y cierto es que parece que tales seres no nos afectan, como si nuestra indiferencia pusiera una barrera invisible entre ellos y nosotros y así, no sólo parece que permanecen al margen de nuestros asuntos, sino que, como si realmente supiéramos qué no hay tal más allá, negamos su existencia. Pero el solo hecho de negarlos no implica que no existan. ¿Y si estuvieran esperándonos ahí para, en el momento de la muerte, demostrarnos lo equivocados que estábamos? Alguien dijo que el sentido de la vida es prepararnos para la muerte...”

Me gusta la noche. Siempre me ha gustado la noche. Durante las horas de la oscuridad del día me encuentro más cerca de esas estrellas y planetas que de incierta manera parecen afectarme; los asuntos de mis semejantes, que durante las horas de luz se me pegan con insistencia, se caen por su propia inexistencia durante la noche.
Nunca he tenido, por esa mi manera de ser, amigos de esos que denominamos “de toda la vida”, nunca semejantes que compartieran mis gustos, miedos y cuitas, siempre solo, apartado, denominado raro; pero no es lo mismo estar solo que sentirse solo y yo nunca me he sentido así. Siempre, desde mi más temprana edad, me he sentido, no ya acompañado, sino vigilado, observado. Ese sentimiento no ha hecho más que reafirmarme en mi rareza.
Siempre que podía me escapaba de noche, mientras los demás dormían, lo más lejos posible de las casas y de todo aquello que pudiera oler a humanidad, para disfrutar de la quietud, observar las estrellas, las tormentas nocturnas… la paz.
No, no tiene nada que ver con las fiestas y las algarabías que mis supuestos semejantes suelen dedicarle a esas horas si no están durmiendo, sino más bien a una imperiosa necesidad de descubrir qué hay detrás de ese velo que se nos presenta delante y que siempre, por una u otra razón, ignoramos.
Cualquiera puede pensar ante tal panorama que soy un individuo, como ya he dicho, raro, solitario y sin nada interesante que ofrecer al mundo. No es así. He vivido situaciones que a más de un valiente dejarían sin movimiento sanguíneo, paralizado de terror. Las alucinaciones de Lovecraft, aún muy cerca de la realidad, se quedan en cuentos para adolescentes comparadas con lo que he podido experimentar.
En cierta ocasión, estando de viaje en La República Dominicana, allá por 1986, tuve la inmensa suerte de contemplar un eclipse de Luna llena, estando a su vez Marte en el punto más cercano a nuestro planeta en los últimos 300 años. Las tormentas tropicales, con todo su potencial eléctrico, se veían profusamente en el horizonte. El resultado fue que la Luna llena, intensamente naranja, no ocultaba la grandiosidad de la Vía Láctea; Marte, a una palmo de la Luna, intensamente naranja a su vez y de un tamaño aún mayor del que suelen tener Venus o Júpiter, lo suficientemente grande como para apreciar su redondez, acompañaba a aquélla en su periplo y los relámpagos, abarcando la totalidad de visión del horizonte, se conjuntaron para mostrarme a mí y a cualquiera que estuviera lo suficientemente atento como para darse cuenta de ello una de las visiones más espectaculares que jamás he vivido.
Pero eso es quizás lo de menos. Quien haya estado en ese fascinante país fuera de los ámbitos turísticos habrá podido comprobar lo extrañas que son allí las noches. En aquel momento me encontraba en Bayahibe, al sureste, en una casa de madera con tres habitaciones, tres camas con sus correspondientes mosquiteras, una ducha y un corredor alrededor de ella. Durante toda la semana que pernocté allí no dejé de escuchar pisadas por el corredor (los aldeanos tomándome el pelo, pensaba), los perros ladraban hasta bien entrada la noche, a continuación rebuznaban los burros y les seguían los gallos ¿Gallos cantando a las doce de la noche? Se callaban los gallos y volvían los perros, y luego de nuevo los burros y así hasta el amanecer, cuando cerraban el ciclo los gallos para anunciar que todo volvía a la normalidad.
Aquella noche del eclipse tuve una experiencia que podría haber acabado conmigo si mi corazón no estuviera acostumbrado a la oscuridad y sus consecuencias…
En Paraguay existe la leyenda del Pompero, una suerte de espíritu demoníaco que concede favores a cambio de ciertos rituales. Lo cierto es que conocí a un español que tenía un restaurante en Asunción y que me juró haber tenido años antes un encuentro con el Pompero. Mientras dormía, este espíritu le había sacado de la cama por los pies. A resultas de ello, aunque decidió seguir en el país, vivía con el miedo a irse a la cama como compañero. Un chileno-italiano que tenía a su vez un restaurante en Bayahibe, “La Tranquera”, me contó que hasta que no se puso en “onda” con los espíritus que los lugareños le indicaron, no le empezó a ir más o menos bien el negocio. Curiosamente, cuando 20 años después volví a Bayahibe, nadie recordaba que tal restaurante hubiese existido.
Bien, aquella noche recibí la visita del Pompero, o de algún espíritu de su calaña. Lo supe por lo de “sacarte de la cama por los pies”. Noté el tirón por los pies, tremendo, no sólo por la fuerza, sino por que me sacudió hasta la última célula de mi cuerpo, mente y emociones, dejándome un segundo como si el todo el universo vibrase en mí; un segundo lleno de eternidad. Como no sentí miedo, pude observar con cierta perspectiva lo que pasaba. Otro vacile de los aldeanos, ¿no? Era lo lógico. Pues no, allí no había nadie tangible, y había luz suficiente como para corroborarlo. La fuerza que me arrastraba fuera de la cama no parecía de este mundo y daba la impresión de que según me sacaba de la cama me arrastraba hacia ¿otra dimensión? No podría explicarlo de otra forma, ya que una vez fuera de la cama una energía oscura, pesada, me aplastó contra el suelo, que ya ni era suelo, ya que éste, mi cuerpo y la oscuridad se fundieron en una sola materia y me vi en una infinita negrura, silenciosa y profundamente densa, que me recordó a esos estados febriles que solía experimentar de niño, cuando el aire de la habitación adquiría el peso y la densidad del agua. No podía respirar, pero curiosamente no parecía tener necesidad de ello. Tras interminables segundos, minutos, horas, no sé… una voz profunda, ominosa, me preguntó en un susurro: “¿Te has traído el Joe´s Garage?” “¡Claro!”, respondí. La fuerza dejó de oprimirme y me encontré de nuevo en la cama. Al día siguiente mi disco favorito de Frank Zappa no estaba entre mis pertenencias.

Experiencias nocturnas.
Jesús D. Avello.
Dedicado a la liZta.