Hola

Bienvenidos al sitio que ha de azuzar mi pluma.
Gracias por participar.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Marzo

Debe hacer unos cincuenta años. Sin embargo es ahora cuando rememoro todos los pequeños detalles, ahora me asaltan desde muy atrás, sin compasión, como si unos niños me tiraran bolas de nieve, escondidos tras los árboles.

También era marzo, eso seguro, recuerdo recordar el equinoccio de primavera como algo muy reciente aquellas horas malditas, en las que todo cambió. Los acontecimientos iban pasando delante de mi rostro, los archivaba, era muy consciente de todo lo que pasaba. Lo que no pude fue darme cuenta de su trascendencia, lógicamente, dado el altísimo nivel de alcohol en sangre que solía alimentar mis entrañas y guiar mis torpes pasos aquellos días.

Nunca he sabido cómo empezó todo en concreto, en qué momento y dónde crucé la línea, qué hice o dejé de hacer en el momento preciso en el que mi existencia se convirtió en la de un reptil sabio que se arrastraba por las alfombras del mundo de los hombres, despojado de todo menos de infinita sed.

Sí recuerdo una de mis camareras favoritas, María. Solía meterme en mis primeras litronas de cerveza huevos crudos. Era mi desayuno, un par o tres litros de cerveza. Buen zumo de cebada de barril, sabroso y nutritivo, lleno de vitaminas, minerales y qué sé yo, todo lo q necesitaba por aquellos días para poder abrir la boca y acercarme un vaso hasta ella. Era todo lo que quería hacer, realmente no necesitaba nada más, absolutamente nada más, no tenía interés alguno en nada excepto en ingerir líquidos que fueran trastornando mis percepciones hasta llegar al punto en el que mi yo desaparecía y me convertía en una criatura escamada, mansa e inconsciente: el fantasma de una iguana, un forastero de mi propia vida, un espectador de lujo. Todo eso me fue regalado gracias al alcohol. Y gracias a él pude ver lo que ví y saber, ahora, lo que soy.

Porque fui yo, sí, yo, un borracho de mierda, el que vislumbró por un momento, entre vómitos y comas etílicos, entre convulsivos ataques de abstinencia, la única y absoluta Verdad. Fue tan sólo por un momento, como la luz que se cuela por un instante entre dos puertas, y es ahora cuando me doy cuenta de todo aquello. Yo he desperdiciado mi vida, poseedor del secreto más secreto, del poder más magnífico. Pero borracho.

Ahora ya no tengo tiempo ni ganas, me estoy muriendo de viejo. Y es también en esta hora cuando entiendo al fin que gracias al alcohol pero también por su culpa yo fui (y soy) el único Poseedor de la Única Verdad, aquella que nos podría haber liberado a todos y haber bajado el Cielo a la Tierra.

Hacía muchos años que no bebía. Pero esta noche de marzo, antes de acostarme para siempre, brindaré una y otra vez a la salud de toda la humanidad y entraré en el mundo de los muertos como tiene que ser: borracho.


Christian.

jueves, 30 de septiembre de 2010

La noche

" …Hubo un tiempo en que la interacción de los dioses, demonios y humanos era muy real. Hoy, amparándonos en la ciencia, decimos que no existe Dios, ni los dioses, ni los demonios, ni los espíritus… Y cierto es que parece que tales seres no nos afectan, como si nuestra indiferencia pusiera una barrera invisible entre ellos y nosotros y así, no sólo parece que permanecen al margen de nuestros asuntos, sino que, como si realmente supiéramos qué no hay tal más allá, negamos su existencia. Pero el solo hecho de negarlos no implica que no existan. ¿Y si estuvieran esperándonos ahí para, en el momento de la muerte, demostrarnos lo equivocados que estábamos? Alguien dijo que el sentido de la vida es prepararnos para la muerte...”

Me gusta la noche. Siempre me ha gustado la noche. Durante las horas de la oscuridad del día me encuentro más cerca de esas estrellas y planetas que de incierta manera parecen afectarme; los asuntos de mis semejantes, que durante las horas de luz se me pegan con insistencia, se caen por su propia inexistencia durante la noche.
Nunca he tenido, por esa mi manera de ser, amigos de esos que denominamos “de toda la vida”, nunca semejantes que compartieran mis gustos, miedos y cuitas, siempre solo, apartado, denominado raro; pero no es lo mismo estar solo que sentirse solo y yo nunca me he sentido así. Siempre, desde mi más temprana edad, me he sentido, no ya acompañado, sino vigilado, observado. Ese sentimiento no ha hecho más que reafirmarme en mi rareza.
Siempre que podía me escapaba de noche, mientras los demás dormían, lo más lejos posible de las casas y de todo aquello que pudiera oler a humanidad, para disfrutar de la quietud, observar las estrellas, las tormentas nocturnas… la paz.
No, no tiene nada que ver con las fiestas y las algarabías que mis supuestos semejantes suelen dedicarle a esas horas si no están durmiendo, sino más bien a una imperiosa necesidad de descubrir qué hay detrás de ese velo que se nos presenta delante y que siempre, por una u otra razón, ignoramos.
Cualquiera puede pensar ante tal panorama que soy un individuo, como ya he dicho, raro, solitario y sin nada interesante que ofrecer al mundo. No es así. He vivido situaciones que a más de un valiente dejarían sin movimiento sanguíneo, paralizado de terror. Las alucinaciones de Lovecraft, aún muy cerca de la realidad, se quedan en cuentos para adolescentes comparadas con lo que he podido experimentar.
En cierta ocasión, estando de viaje en La República Dominicana, allá por 1986, tuve la inmensa suerte de contemplar un eclipse de Luna llena, estando a su vez Marte en el punto más cercano a nuestro planeta en los últimos 300 años. Las tormentas tropicales, con todo su potencial eléctrico, se veían profusamente en el horizonte. El resultado fue que la Luna llena, intensamente naranja, no ocultaba la grandiosidad de la Vía Láctea; Marte, a una palmo de la Luna, intensamente naranja a su vez y de un tamaño aún mayor del que suelen tener Venus o Júpiter, lo suficientemente grande como para apreciar su redondez, acompañaba a aquélla en su periplo y los relámpagos, abarcando la totalidad de visión del horizonte, se conjuntaron para mostrarme a mí y a cualquiera que estuviera lo suficientemente atento como para darse cuenta de ello una de las visiones más espectaculares que jamás he vivido.
Pero eso es quizás lo de menos. Quien haya estado en ese fascinante país fuera de los ámbitos turísticos habrá podido comprobar lo extrañas que son allí las noches. En aquel momento me encontraba en Bayahibe, al sureste, en una casa de madera con tres habitaciones, tres camas con sus correspondientes mosquiteras, una ducha y un corredor alrededor de ella. Durante toda la semana que pernocté allí no dejé de escuchar pisadas por el corredor (los aldeanos tomándome el pelo, pensaba), los perros ladraban hasta bien entrada la noche, a continuación rebuznaban los burros y les seguían los gallos ¿Gallos cantando a las doce de la noche? Se callaban los gallos y volvían los perros, y luego de nuevo los burros y así hasta el amanecer, cuando cerraban el ciclo los gallos para anunciar que todo volvía a la normalidad.
Aquella noche del eclipse tuve una experiencia que podría haber acabado conmigo si mi corazón no estuviera acostumbrado a la oscuridad y sus consecuencias…
En Paraguay existe la leyenda del Pompero, una suerte de espíritu demoníaco que concede favores a cambio de ciertos rituales. Lo cierto es que conocí a un español que tenía un restaurante en Asunción y que me juró haber tenido años antes un encuentro con el Pompero. Mientras dormía, este espíritu le había sacado de la cama por los pies. A resultas de ello, aunque decidió seguir en el país, vivía con el miedo a irse a la cama como compañero. Un chileno-italiano que tenía a su vez un restaurante en Bayahibe, “La Tranquera”, me contó que hasta que no se puso en “onda” con los espíritus que los lugareños le indicaron, no le empezó a ir más o menos bien el negocio. Curiosamente, cuando 20 años después volví a Bayahibe, nadie recordaba que tal restaurante hubiese existido.
Bien, aquella noche recibí la visita del Pompero, o de algún espíritu de su calaña. Lo supe por lo de “sacarte de la cama por los pies”. Noté el tirón por los pies, tremendo, no sólo por la fuerza, sino por que me sacudió hasta la última célula de mi cuerpo, mente y emociones, dejándome un segundo como si el todo el universo vibrase en mí; un segundo lleno de eternidad. Como no sentí miedo, pude observar con cierta perspectiva lo que pasaba. Otro vacile de los aldeanos, ¿no? Era lo lógico. Pues no, allí no había nadie tangible, y había luz suficiente como para corroborarlo. La fuerza que me arrastraba fuera de la cama no parecía de este mundo y daba la impresión de que según me sacaba de la cama me arrastraba hacia ¿otra dimensión? No podría explicarlo de otra forma, ya que una vez fuera de la cama una energía oscura, pesada, me aplastó contra el suelo, que ya ni era suelo, ya que éste, mi cuerpo y la oscuridad se fundieron en una sola materia y me vi en una infinita negrura, silenciosa y profundamente densa, que me recordó a esos estados febriles que solía experimentar de niño, cuando el aire de la habitación adquiría el peso y la densidad del agua. No podía respirar, pero curiosamente no parecía tener necesidad de ello. Tras interminables segundos, minutos, horas, no sé… una voz profunda, ominosa, me preguntó en un susurro: “¿Te has traído el Joe´s Garage?” “¡Claro!”, respondí. La fuerza dejó de oprimirme y me encontré de nuevo en la cama. Al día siguiente mi disco favorito de Frank Zappa no estaba entre mis pertenencias.

Experiencias nocturnas.
Jesús D. Avello.
Dedicado a la liZta.

domingo, 1 de agosto de 2010

Notas sobre "Aldebarán"

El lugar en el que transcurre la acción es un planeta rocoso parecido a la Tierra en cuanto a características físicas, aunque de mayor tamaño. Es el único planeta de un sistema que se caracteriza porque el planeta en cuestión gira entorno a un sistema de estrellas dobles, las llamadas Estrella de Oro y Estrella de Plata, los Dos Soles.
En nuestro planeta Tierra ocurre que su satélite, la Luna, gira en torno a sí misma exactamente a la misma velocidad con la que gira en torno a la Tierra, por lo que siempre, desde la Tierra, vemos la misma cara de la Luna. La otra nos permanece oculta.
En este lugar, dada la casi idéntica velocidad con la que el planeta gira en torno a sí mismo en comparación con la de rotación en torno al sistema de estrellas dobles, se da la circunstancia de que ambas estrellas, a la vez o de manera alterna (cuando una eclipsa a la otra), iluminan la mitad del planeta durante mucho tiempo: 7.700 ciclos, equivalente a más o menos unos 2.400 años terrestres. Llegado el momento, el lugar en el que transcurre la acción, hogar de la niña llamada Aldebarán, oscurece por otros 7.700 ciclos: la sombra, tal como pasa con las fases de la Luna, avanza sobre la superficie del planeta. Pero muchísimo más lentamente. Es un atardecer que dura decenios.
Aunque finalmente, llega la noche.

Los dos soles, Estrella de Oro y Estrella de Plata –también llamada Segundo Sol-, son diferentes entre sí. La primera es más del doble de grande que la segunda. Lo que además las diferencia es su temperatura y su edad, y por tanto, su color y su luz. Estrella de Oro es amarilla-anaranjada, parecida a nuestro Sol, y su luz es fuerte. Estrella de Plata es en cambio mucho más tenue, debido a su masa más pequeña, aunque su temperatura es mucho más alta, y su luz es claramente azul.
El planeta realiza un giro completo en torno a ambas estrellas cada 7 ciclos, o Ciclo Mayor, es decir, unos 30 meses terrestres. Cada uno de esos siete ciclos se caracteriza por la situación que el planeta atraviesa en cuanto a la luz que le llega de ambas estrellas, dada por su correspondiente posición en el cielo. Existen lógicamente dos eclipses, uno cada 3.5 ciclos, y durante el resto del tiempo la luz que llega a la superficie del planeta va cambiando muy suavemente de color, producto de la mezcla de ambas luminarias. Cuando Estrella de Oro tapa a su compañera, la luz es potente, casi molesta, y hace mucho calor. En la situación contraria, la temperatura es algo más baja y Estrella de Plata ilumina de azul toda la superficie planetaria. Aún durante los eclipses, y sobre todo en el eclipse en el que Estrella de Plata está al frente, la luz de la otra estrella sigue llegando y mezclándose, en lo que es el zénit de la Luz Hermosa, siempre cambiante según pasan los ciclos. Siempre existe una combinación de ambas luces, todo depende del momento cíclico en el que nos encontremos y de la situación de los soles en el cielo, que se mueven de Este a Oeste y tardan, como ya ha sido explicado, 7.700 ciclos, 1.100 Ciclos Mayores, en cruzar el cielo planetario en su totalidad.
Estamos pues en un planeta en el que los días duran más de dos mil años. Y a su vez, la noche, cuando al fin llega, dura exactamente lo mismo.

En el periodo en el que los soles dominan el cielo pasamos de periodos de luz anaranjada intensa hasta luz tenue y azul, pero la Luz Hermosa lo es precisamente por los tránsitos entre ámbos eclipses, o zénites, ofreciendo múltiples combinaciones de los dos principales tonos lumínicos: ocres, amarillos verdosos, límpidos azules, y hasta toda la gama de los rojos y violetas en los amaneceres y ocasos.
Fruto de este abanico lumínico es una tierra, La Tierra, rica y fuerte, de la cual nacen numerosas y muy bellas especies vegetales y animales, mojada a menudo por fuertes tormentas, besada por poderosos ríos. Como no puede ser de otra manera, la vida se ha adaptado a su entorno, y la mayoría de las especies no muere cuando llega la noche. Unas entran en un larguísimo letargo (vegetales), otras emigran (animales). Y unas pocas mueren.
Y una de ellas desespera.

El momento preciso de este relato, "Aldebarán", está situado en el segundo Gran Ocaso, siempre según las crónicas, momento en el que la segunda estrella desaparece al fin bajo el horizonte y tras 7.700 ciclos llega de nuevo la noche, La Segunda Oscuridad.


Christian.

viernes, 30 de abril de 2010

El sepulturero y las Margaritas Negras (Fábula)

La mujer del sepulturero ha muerto. Al cabo de unas horas sepultan sus huesos, que al parecer, es lo único que queda de ella. Entonces me digo que seguramente hace mucho tiempo que esté muerta.
El mismo sepulturero actúa de oficio. Pone los huesos en la tierra, sin más contemplaciones que los huesos en la tierra.

La tormenta se avecina pero él, inmutable, apisona la tierra en una lenta ceremonia. Ha dejado unos cuantos pares de margaritas negras porque sabe que a los huesos les gusta deshojarlas.
Pasan los días y las semanas y ahí abajo las flores se han acabado, ya no hay nada para deshojar, y, por suerte, los huesos ya no sienten mucho, sólo saben que han desaparecido de la superficie, han sido borrados. Comienzan a sentirse cómodos de esa manera y se duermen.

Pero ahí está otra vez el sepulturero, ahí viene con otro ramo de margaritas negras. A veces los huesos se preguntan por qué lo hace, si acaso se siente solo o si realmente le causa alegría volver a verlos. Pero ambos saben la verdad, que uno es sepulturero y que el otro es hueso. Uno de los dos está muerto hace mucho para el otro. Aún así, los huesos siguen sin entender, los huesos son fantasiosos. Y otra vez se preguntan por qué tiene que ser así. No entienden el motivo de volver una y otra vez con esas flores. No se dan cuenta de que volver con flores no tiene otro significado más que volver con flores. Entonces se dicen a sí mismos si no sería mejor que los dejaran descansar en paz.


Morleena

viernes, 5 de marzo de 2010

Haikus

Entre las flores
aparece mi mano
que no hace nada.


Hago la cama.
Ella vuelve muy triste.
La deshacemos.


Enamorada.
Está loca por mí,
esta tristeza.


No estoy tan solo.
Aquí estamos los dos,
mi herida y yo.


Impaciente estoy
esperando visita
de la paciencia.


Con dos palabras
se puede decir todo.
Ya hablé de más.


Christian.

sábado, 9 de enero de 2010

Antártida

Se le resquebrajaba la vida delante de sus narices, mientras veía reflejada su figura en el mar rojo que se conmovía a su alrededor. Ése soy yo, pensó, ese reflejo soy yo. De alguna manera platónica, su ideal le esperaba como una sombra inalcanzable sobre las aguas del mar antártico. A él le parecía que se burlaba, pero en realidad le estaba esperando. Nunca llegó a comprender eso.

El Sol se dejaba mirar en lo alto. El verano polar teñía de escarlata el cielo, el mar y el hielo. El barco pasaba por delante de un gran iceberg con forma de barco. Ahí se quedaría, a la deriva, mientras se iba deshaciendo en el corto pero majestuoso verano antártico. Le sobrecogía la musicalidad del mar y sobre todo, su latido. Siempre sería así, de hecho el destino le reservaba una muerte a pocos metros de la orilla.

A medida que se acercaban a la base, a Elio le carcomía más y más la inquietud. El estómago, convertido en un limón amargo y gris, le recordaba su dolor, como un despertador maldito y eterno. Aunque hubiesen pasado más de siete meses, el recuerdo era fresco como el pan recién hecho, y humeaba.

Aquella vez fue demasiado. Ahora llegaba con la energía renovada, como si le hubieran hecho una transfusión. Sabía lo que quería y sobre todo, lo que no. No más dolor, no más juegos estúpidos, no más borracheras de llantos y saltos al vacío, no más frío en las venas y en la mirada. 35 grados bajo cero afuera era más que suficiente. Sin embargo su estómago seguía exprimiéndose, y cuando trataba de no pensar en nada y volvía Ana a su mente, le parecía que hasta sangraba.

Las heridas le latían todavía, y su piel no las olvidaría ya jamás. La peor, la del muslo, le teletransportaba a una habitación de hospital en un caluroso país sudasiático de ventiladores en el techo, ropa sudada y silencio. 25 días. Ahora le parecía casi una cosa de niños. ¿Qué son 25 días en una vida? Su estómago sin embargo se lo recordaba de vez en cuando, como ahora, mientras iban ganándole terreno al hielo a través del agua. Estaban llegando.

Los recuerdos le venían como olas en alta mar: desordenados, breves, constantes. Respiró hondo, aunque la ropa de temperatura extrema no le permitía muchos movimientos. Eso lo volvía en algo patético, pensó. Estaba sufriendo ya algo que no había llegado aún. Rememoró de nuevo esos 25 días.

Una expresión seria apareció en su rostro. Bajó la cara pero no la mirada, fija en la proa. Se rascó la cicatriz de la axila sin sacar la mano del bolsillo del anorak. Su respiración agitada se calmó un poco.

En verdad que así llegó a la base: demasiado tranquilo. Algo ya no iba bien, comprendió poco después. A Catherine y a Max casi ni les saludó. Entró con prisa. En ese momento sabía que se le estaba yendo de las manos, pero nada cambió, pues la fuerza con la que ahora su ego le empujaba hacia adelante era muy grande, más grande que cualquier otra fuerza que sintiera alguna otra vez en su vida.

No tardó más de cuatro minutos en matarla.


Christian.