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sábado, 9 de enero de 2010

Antártida

Se le resquebrajaba la vida delante de sus narices, mientras veía reflejada su figura en el mar rojo que se conmovía a su alrededor. Ése soy yo, pensó, ese reflejo soy yo. De alguna manera platónica, su ideal le esperaba como una sombra inalcanzable sobre las aguas del mar antártico. A él le parecía que se burlaba, pero en realidad le estaba esperando. Nunca llegó a comprender eso.

El Sol se dejaba mirar en lo alto. El verano polar teñía de escarlata el cielo, el mar y el hielo. El barco pasaba por delante de un gran iceberg con forma de barco. Ahí se quedaría, a la deriva, mientras se iba deshaciendo en el corto pero majestuoso verano antártico. Le sobrecogía la musicalidad del mar y sobre todo, su latido. Siempre sería así, de hecho el destino le reservaba una muerte a pocos metros de la orilla.

A medida que se acercaban a la base, a Elio le carcomía más y más la inquietud. El estómago, convertido en un limón amargo y gris, le recordaba su dolor, como un despertador maldito y eterno. Aunque hubiesen pasado más de siete meses, el recuerdo era fresco como el pan recién hecho, y humeaba.

Aquella vez fue demasiado. Ahora llegaba con la energía renovada, como si le hubieran hecho una transfusión. Sabía lo que quería y sobre todo, lo que no. No más dolor, no más juegos estúpidos, no más borracheras de llantos y saltos al vacío, no más frío en las venas y en la mirada. 35 grados bajo cero afuera era más que suficiente. Sin embargo su estómago seguía exprimiéndose, y cuando trataba de no pensar en nada y volvía Ana a su mente, le parecía que hasta sangraba.

Las heridas le latían todavía, y su piel no las olvidaría ya jamás. La peor, la del muslo, le teletransportaba a una habitación de hospital en un caluroso país sudasiático de ventiladores en el techo, ropa sudada y silencio. 25 días. Ahora le parecía casi una cosa de niños. ¿Qué son 25 días en una vida? Su estómago sin embargo se lo recordaba de vez en cuando, como ahora, mientras iban ganándole terreno al hielo a través del agua. Estaban llegando.

Los recuerdos le venían como olas en alta mar: desordenados, breves, constantes. Respiró hondo, aunque la ropa de temperatura extrema no le permitía muchos movimientos. Eso lo volvía en algo patético, pensó. Estaba sufriendo ya algo que no había llegado aún. Rememoró de nuevo esos 25 días.

Una expresión seria apareció en su rostro. Bajó la cara pero no la mirada, fija en la proa. Se rascó la cicatriz de la axila sin sacar la mano del bolsillo del anorak. Su respiración agitada se calmó un poco.

En verdad que así llegó a la base: demasiado tranquilo. Algo ya no iba bien, comprendió poco después. A Catherine y a Max casi ni les saludó. Entró con prisa. En ese momento sabía que se le estaba yendo de las manos, pero nada cambió, pues la fuerza con la que ahora su ego le empujaba hacia adelante era muy grande, más grande que cualquier otra fuerza que sintiera alguna otra vez en su vida.

No tardó más de cuatro minutos en matarla.


Christian.